El buen viaje
El mayor miedo del turista es perderse; el del viajero: no encontrarse.
Los turistas, como niños obedientes, se embarcan en carreras para coleccionar lugares y completar una lista que otros hicieron. Tienen pánico de volver y encontrarse con gente que les pregunte “no viste tal cosa? no puedo creer que te perdiste tal otra”. Por eso tratan de enjaular cada estatua y cada edificio dentro de sus cámaras de video.
El turista extraña a su familia y por eso envía postales, SMS, mails y llamadas telefónicas. El viajero les habla en silencio cada vez que tiene una taza caliente entre las manos, cada vez que encuentra un banco soleado en una plaza.
El turista vuelve siempre cansado. El viajero sabe que su cuerpo es su navío y por eso se toma el tiempo de cuidarlo, de regarlo con té y llenarlo con el aire de los parques. El viajero sabe que hay más verdad dentro del marco de cada ventana que en el de los cuadros que tapan las paredes blancas de los museos.
El turista compra souvenirs para sus amigos; el viajero los lleva presentes. Cada amigo del viajero es un par de lentes de sol y con ellos mira lo que le gustaría que otros vieran. Con ellos aprende a apreciar lo que sabe que otros amarían. El turista ve poco y nada, porque sus ojos están tapados por un zoom que dispara primero y pregunta después.
Sin embargo, ser viajero puede ser una aventura mortal. A diferencia del turista, al iniciar su camino el viajero nunca sabe de qué se está escapando. Pero más temprano que tarde, más lejos que cerca, en algún lugar en el mundo el viajero se detiene y vuelve a mirar su brújula. Descubre, casi sin sorpresa, que la misma aguja que le indica el norte apunta, con su otra mitad, a todo lo que fue dejando atrás.